Empujar el agua hacia atrás te empuja hacia adelante, remar
es difícil, y bucear en busca de canciones también, aunque agradable, las hay
de fuego y sangre, como marcas en carne, inasequibles al desaliento o a la
muerte neuronal, y produce escalofríos su escucha, y algo inunda el aire, su
melodía. Ya hay constancia de la canción en cinco provincias canadienses a
finales del siglo diecinueve. Versionada a millares, traducida a múltiples
lenguas, el prototipo de canción folk, canción del pueblo, su letra habla de
despedida y de amor. Aventuro que tenía ocho años cuando la escuché, cómo no,
en tocadiscos, en clase de Marianistas, de tercer curso, de profesor apellidado
Montoya, con brazos apoyados en pupitre de madera, con jersey de pico o cerrado,
con novedad ante lo que se extrae de algo negro que da vueltas, y es lo que
pasa, que sin saberlo ahí quedó, y oírla me empuja hacia adelante, sin saber
cómo ni por qué. Se llamaba y se llama “red river valley”, el valle del río rojo.
También tiene otros nombres, pero la melodía no cambia, es dulce,
estremecedora, infantil, sencilla, como lo folk, lo que viene de las raíces, de
los comienzos, de cuando se cantaba en las noches frías o calientes, alrededor
de fuego seguro, sin aparatos alrededor, con transmisión oral de tradiciones y
cantos, de padres a hijos, acunados en notas imperecederas, al borde del sueño.
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