domingo, 12 de agosto de 2012

olímpicos


No deja de resultar curioso que deportes que nunca ocupan ni escasos segundos en las cadenas, radios, periódicos y demás medios durante cuatro años, de repente, por la unión de unos aros, ocupen espacios, portadas y derroche de tiempo en una especie de comunión de patriotismo deportivo. Todos a una para animar a palistas, surfistas, desconocidos, pero que llevan nuestros colores y a veces hasta hacen sonar el himno para deleite patrio. Son cuatro años de trabajo, muchas veces para nada, pero a veces, agazapada, espera la gloria, repentina, de disfrute casi familiar, y se la merecen. Lo que no trago es ese aprovechamiento mediático y político de las hazañas y éxitos, con recepciones en balcones y demás. Pero bueno, es parte de nuestro sino, enfermos como estamos de deporte en este santo país. De todas formas, mejor ver algo diferente que no a los de siempre, bolita en pie, en rueda de prensa para la posteridad o en reconocimiento médico o en pachanga de entrenamiento o contándonos lo difícil que es el rival del domingo.  Las olimpiadas albergan de todo y de nada, deportes que se denominan como tal por inspiración divina, y ausencia de disciplinas que nadie entiende. Me sorprendo a mí mismo a las once de la noche viendo cómo dos españoles se dan de hostias con luchadores orientales en la lucha por el oro. Me acuerdo de cuando veía a Legra y a Carrasco junto a mi padre. Ha cambiado el color por el blanco y negro. Todos dicen que atletismo y natación son los grandes. Me quedo con el atletismo, quizás sea porque se aprecia el total del cuerpo, entero, mientras corre, salta o vuela, y esa estética es, innegablemente, especial, y los atletas todavía parecen de este mundo. Al contrario, la natación esconde bajo el agua y bajo gorros cuerpos desproporcionados que no dejan translucir el sexo hasta que el gorro desaparece. Hablemos de nombres, de entre todos sobresale Bolt, el jamaicano es especial y encima parece normal. Me quedo también con Pistorius, el sin piernas, al que muchos se empeñan en crucificar porque dicen se aprovecha de sus artefactos (no dicen nada de su sufrimiento). Me olvido de Milla, al que Del Bosque deja pequeño, más bien enano, y no es por perder o ganar, es por hablar cuando hay que hablar y con sensatez, y en eso el salmantino es maestro. Me olvido también de los deportes que adoptan milésimas para las puntuaciones, y es que los decimales me hacen sentir pena de las niñas gimnastas, algunas tan encerradas en vida que ni siquiera son informadas de la muerte de sus abuelos o del cáncer de su madre no vaya a ser que se pierda una centésima. Se olvida el azar, se olvida la vida, se olvida el sentido del juego, ganar y perder, y no hay  metales para todos. Me quedo también con Carlos Ballvé, integrante del hockey español, deja el deporte para seguir a Dios, de Londres al seminario. Entre tanta locura hay gente que huye a otros mundos; me olvido de los comentarios rancios que se acuerdan de los árbitros y dejan crecer excusas y sospechas, me deleito finalmente con la final de baloncesto masculino y me quedo finalmente con lo mejor, sin lo cual no existiría el espectáculo, el público, un ejemplo el que han dado los presentes en calles y estadios con su ánimo y entrega.

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