miércoles, 18 de agosto de 2010

camino verde

Es domingo 15 de agosto de 2010 y camino solo y corro solo por los caminos de Álava. Dice la canción del Liverpool que “nunca caminarás solo”. Yo no llevo a nadie conmigo, escasos sonidos en los que no se repara, el pisar de las zapatillas no se percibe, oculto bajo la respiración que acompaña rítmicamente los pasos. Ni siquiera el camino ofrece compañía, aunque sea ocasional. La vista juega malas pasadas, parecen caminantes aquellos, o postes, o algo parecido. Algún ciclista, algún paseante y poco más, alguno ni siquiera saluda, cuestión de educación. Lo curioso es que en un punto dado se produce una extraña concentración o conjunción humana de siete personas, cuatro ciclistas, dos andantes y yo. En el resto, soledad y escaso sol, pensamientos que se van y vienen, cuentas de lo que va y lo que resta y paso de estaciones antiguas, las del ferrocarril vasco-navarro, trazado convertido en vía verde, estaciones llenas de historias que nadie recuerda. Unas habitadas, reconvertidas, otras fantasmas, huecas, con paredes que aún muestran el nombre de la estación, esperando al tren que nunca llegará. Atravieso un túnel de 150 metros, húmedo y sombrío, y lo hago corriendo, en parte por el frío, en parte por el miedo, las paredes de un túnel son el espacio ideal para las pesadillas nocturnas. Antaño, esos metros de oscuridad servirían para lanzar besos furtivos, de escasos segundos. El paradigma del deseo encerrado en un túnel, con sonido de ruedas sobre torpes vías. Al igual que en uno de los hayedos que se atraviesan donde parece que la luz se ha ido y donde los árboles parecen esconder a habitantes que se mueven de tronco a tronco, los que espían a los viajeros, o los que son espiados por estos. Los limacos se cruzan en el camino, siempre transversales, atravesando el peligro de una orilla a otra, animales repugnantes que a veces sucumben a las ruedas de las bicicletas, para ser devorados por minúsculos seres de todo tipo que reptan, o vuelan, para intentar colarse en las bocas de los transeúntes, con zumbidos amenazantes algunos, con enjambres de bichos voladores que parecen querer formar una pared negra. Vendrán las paredes de verdad, con subidas espeluznantes y bajadas pronunciadas en terreno de nadie, donde nadie habita y donde la cobertura del móvil se difumina. Llegando a Cicujano hago uso de la tecnología, el comodín de la llamada, los calambres y el cansancio se acumulan. Más de 31 km tienen la culpa. El coche escoba me recoge. El objetivo era llegar a Vírgala, cinco kilómetros más. Otra vez será. Sigo sin saber con quién camino.

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