Oigo cosas que
nadie ha oído, y que yo preferiría no oír. Aguzar los sentidos, ese
especialmente, para desde el silencio constante escuchar conversaciones que no
quiero ni necesito atender. Nadie se merece escuchar las vidas ajenas.
Chillidos, discusiones, respuestas que dan vergüenza ajena. Nombres de
mascotas, hablan con ellas, las interpelan, y les llega el silencio. Oigo
teléfonos, los sonidos del cuerpo, las camas que hacen ruido y no por amor, es
falta de algo. Hay sorderas que hacen que se hable más alto, que se chille, que
se muerda con el habla, que no se repare, que da igual, que les da igual. Oigo
radios, televisores, músicas, los sonidos de los mensajes de múltiples aplicaciones,
se pueden silenciar. Desconozco si lo desconocen. Oigo presentadores de
televisión que deberían no presentarse ya ni en su casa. Oigo de más. Y los
teléfonos siguen sonando. Y las voces que no paran, que te vayas a lavar, que
te vayas a dormir. Órdenes para el mundo, el que permanece en silencio. Los
niños no molestan, molestan sus mayores, seres racionales. Qué manía tenemos
los seres humanos. Qué manías. Me gustaría coger un altavoz y tomar al asalto
las voces extrañas, devolverles algo de lo que exportan. No se dan cuenta, o no
se quieren dar cuenta, o les da igual. Hasta escucho perros lejanos que van a
salir a la calle y que avisan por alguna tubería invisible que me rodea. Un
murmullo que se transforma en ladrido amplificado cuando abren la puerta para
sacarlo de su confinamiento. Nunca los perros gozaron de tantas ventajas en
comparación con el hombre. De poco les vale, no aprendieron a hablar en este
periodo, tampoco a escribir. No sé si es una vida de perros, tampoco. Ni se
pusieron enfermos ni murieron como perros. Qué diferencia con algunos de
nuestros semejantes. Y alguien se empeña en que nos abracemos a la salida. Como
no sea a una farola. Nadie me preguntó nada. Nadie se interesó por mí, ni yo
por ellos. Por qué habríamos de hacerlo.
viernes, 15 de mayo de 2020
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