Dejamos de aplaudir
después de 48 días ininterrumpidos. Dejamos de habitar el hogar después de esos
mismos días. Era sábado y sí, bendita libertad, a medias, pero bendita. Pisar las
calles de esa otra forma, sin mirar atrás ni a los lados, sólo al frente, al
horizonte. Y las multitudes que salieron, nos soltaron. Nos faltó gritar,
chillar, alegrarnos hacia afuera, soltar por nuestra boca algo diferente,
cantar. Se multiplicaron los corredores, los caminantes y los ciclistas, se
invadieron calles y aceras, y nunca las mascarillas estuvieron tan presentes. Donde
estaban antes todos esos. Donde se metían cuando yo paseaba en solitario
estas calles. Algún día volverán a enclaustrarse tras paredes y ventanas. También
se multiplicó el recelo. Y como no, la estupidez.
Los enfermos de “yoísmo” siguen
queriendo acaparar protagonismo, todos saben, más que nadie, todos opinan,
todos piensan que el prójimo es imbécil y no sabe gobernar. Todos quieren un
micrófono para decir lo mismo que ya se dijo, para llenar de palabras vacías
las redes y las ondas. Para hablar de un virus al que algunos parecen conocer
como si lo hubieran parido. Cuando abro un libro de verdad y me pongo a leer
sobre los virus se me hiela la sangre por mi falta de conocimiento, y es que
hay que estudiar antes de hablar. El eterno problema, sabemos sin
haber aprendido.
Y para acabar llegamos a
la carrera alocada por la desescalada en fases. A mí siempre me gustaron los
encuentros en la tercera.
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