En Orbaneja del Castillo, donde no hay
tal, hay agua y cascadas, perennes, surtiendo de agua al Ebro que empezó a
nacer ahí cerca. Congelo la caída, el chorro, la cascada, todo en foto, eternizar
el momento. No vino mucha gente hoy lunes. Los aparcamientos de la
carretera dan idea de cómo puede llegar a poblarse el lugar de calles empinadas
y empedradas. Cuevas cerradas y abuelos que esperan y ofrecen ayuda al turista
despistado, el que hace fotos, el que busca emociones fuertes, fuera de la
ciudad cercana o lejana, el que ansía paz y tranquilidad, pero que recorre con
ansia, no sé si con prisa, rincones, para atesorarlos, para enmarcarlos, para
grabarlos. Retrocedamos, qué camino el que nos trajo desde Burgos, precioso, sinuoso,
carretera que va estrechándose, poco a poco. El cañón del río que deja los
pueblos encerrados entre paredes a orillas del agua. Y la guinda es Orbaneja,
de cascada que agita el musgo, de postal, de instantánea al borde de la
carretera. En la pequeña ermita hay cobre a los pies del altar y la iglesia está
cerrada, su entrada sirve para guarecernos de la llovizna. Sólo se oye esa
lluvia, que cae, que golpea, que mece las hojas caídas o toca las briznas, la
tierra. El Risco apunta a las alturas, a eso que llaman castillo y nunca lo
fue. Cambió de dueño este lugar de comidas hace 20 días. Nos dicen que ahí
arriba, vistos desde la terraza acristalada, que parece colgar de una roca, hay
dos camellos que se besan, no sé quién es la hembra, pero entre ambos se formó
el mapa del continente, de África. Comemos bien, con unas peras al vino, para
guardar en retinas y sabores neuronales. Y suena el blues mientras, y algún
otro comensal se acerca. Vemos el mapa y descubrimos que el Ebro se bifurca, se
une, se vuelve a separar, y así, jugando al despiste, resulta que muchas aguas
forman un todo. De Villaescusa al Tobazo caminamos en busca de una cascada que quedó
convertida en reajo. Será grande algún día, pronto. Dos kilómetros ida y vuelta
a la vereda de un río que suena. Y quizás para los anales, nos vamos del pueblo,
de Villaescusa, sin ver a nadie. No hace falta pedirlas, dormidos, quizás, o
sentados en sus casas, o puede que no haya venido nadie hoy. Puede que todo
esté cerrado, que el domingo pasó. También cierra una esbelta colegiata
románica los lunes. La carretera se ensancha y juega a ser cántabra y luego
palentina, y vuelta a empezar. Y cambia el asfalto, y las líneas, y aquí se
invirtió más y allí menos, y encontramos también cerrada la iglesia rupestre,
sólo abre en fin de semana. A la intemperie, a la vista, la necrópolis
rupestre, con moradores que desaparecieron. Cuerpos pequeños, medianos,
grandes, que ocuparon piedras labradas para albergar formas familiares. Y poco
a poco alcanzamos Aguilar de Campoo, las carreteras perdieron encanto a medida
que avanzaba el camino. Y el agua siempre presente, aunque no caiga del cielo.
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