domingo, 14 de octubre de 2018

orbaneja


En Orbaneja del Castillo, donde no hay tal, hay agua y cascadas, perennes, surtiendo de agua al Ebro que empezó a nacer ahí cerca. Congelo la caída, el chorro, la cascada, todo en foto, eternizar el momento. No vino mucha gente hoy lunes. Los aparcamientos de la carretera dan idea de cómo puede llegar a poblarse el lugar de calles empinadas y empedradas. Cuevas cerradas y abuelos que esperan y ofrecen ayuda al turista despistado, el que hace fotos, el que busca emociones fuertes, fuera de la ciudad cercana o lejana, el que ansía paz y tranquilidad, pero que recorre con ansia, no sé si con prisa, rincones, para atesorarlos, para enmarcarlos, para grabarlos. Retrocedamos, qué camino el que nos trajo desde Burgos, precioso, sinuoso, carretera que va estrechándose, poco a poco. El cañón del río que deja los pueblos encerrados entre paredes a orillas del agua. Y la guinda es Orbaneja, de cascada que agita el musgo, de postal, de instantánea al borde de la carretera. En la pequeña ermita hay cobre a los pies del altar y la iglesia está cerrada, su entrada sirve para guarecernos de la llovizna. Sólo se oye esa lluvia, que cae, que golpea, que mece las hojas caídas o toca las briznas, la tierra. El Risco apunta a las alturas, a eso que llaman castillo y nunca lo fue. Cambió de dueño este lugar de comidas hace 20 días. Nos dicen que ahí arriba, vistos desde la terraza acristalada, que parece colgar de una roca, hay dos camellos que se besan, no sé quién es la hembra, pero entre ambos se formó el mapa del continente, de África. Comemos bien, con unas peras al vino, para guardar en retinas y sabores neuronales. Y suena el blues mientras, y algún otro comensal se acerca. Vemos el mapa y descubrimos que el Ebro se bifurca, se une, se vuelve a separar, y así, jugando al despiste, resulta que muchas aguas forman un todo. De Villaescusa al Tobazo caminamos en busca de una cascada que quedó convertida en reajo. Será grande algún día, pronto. Dos kilómetros ida y vuelta a la vereda de un río que suena. Y quizás para los anales, nos vamos del pueblo, de Villaescusa, sin ver a nadie. No hace falta pedirlas, dormidos, quizás, o sentados en sus casas, o puede que no haya venido nadie hoy. Puede que todo esté cerrado, que el domingo pasó. También cierra una esbelta colegiata románica los lunes. La carretera se ensancha y juega a ser cántabra y luego palentina, y vuelta a empezar. Y cambia el asfalto, y las líneas, y aquí se invirtió más y allí menos, y encontramos también cerrada la iglesia rupestre, sólo abre en fin de semana. A la intemperie, a la vista, la necrópolis rupestre, con moradores que desaparecieron. Cuerpos pequeños, medianos, grandes, que ocuparon piedras labradas para albergar formas familiares. Y poco a poco alcanzamos Aguilar de Campoo, las carreteras perdieron encanto a medida que avanzaba el camino. Y el agua siempre presente, aunque no caiga del cielo.

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