
Es viernes por la mañana, las lágrimas
no se ven a simple vista. Demostración de contrastes. Rojo y blanco en
calvario. Los blancos de túnicas contra el fondo que asemeja ladrillos,
cuadrados, de carmín oscuro. Cristo en el medio. El San Juan, imberbe, no es
tan joven como le suelen pintar. Actitud de buscar respuestas.. La Virgen no
mira, apenada. Tamaño real, cuadro enorme, tabla que se recompone para ser
restaurada. Las lágrimas se aprecian en el rostro del crucificado sólo en las fotos que
ilustran catálogos y en el video que envuelve la exposición. Y también el
Descendimiento. Prodigio de puesta en escena, de personajes que actúan o miran,
o se desmayan o tienden a ello. Tampoco se ven las lágrimas en el rostro
de María Salomé. De indescriptible factura. Transparentes como la realidad
acuosa. Ambas obras forma parte de la colección que alberga la exposición que el Prado dedica a Roger
Van der Weyden, autor flamenco (1399-1464). Habría que seguir pasando la lupa
por los detalles para deslumbrarse aún mas. El Prado siempre da para otras
cosas, para pasear entre multitudes que acuden también al espacio Goya en
Madrid. Escenas costumbristas. Entre ellas aparecen dos dibujos de Tiépolo, de
esos que definen la técnica de un artista. Cabeza femenina de frente y Joven
fumando. También Picasso aparece. Han traído de Basilea sus obras, y de todas
ellas destaca el prodigio de Los dos hermanos. Hermosísimo cuadro de tonos ocres. Frente
al mundo con mirada perdida y ausente. También el Arlequín sentado o de cómo retratar
a su amigo Jacinto Salvadó. Tiempo para pasear y buscar salas en el a veces
laberíntico museo. Y ver de nuevo los fondos negros del Cristo de Velázquez o
los rostros poderosos, fijos en el espectador, de la Virgen del Rosario de
Murillo. Y tiempo para descubrir algo nuevo, de Daniele Crespi, 1597-1630. La Piedad,
mirada al cielo, fondo oscuro, la palidez extrema de Cristo y el ángel que se
frota los ojos, todavía incrédulo. Pocos repararán en él.
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