jueves, 16 de agosto de 2018

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Llegó el viernes que empieza en Brighton y acaba en Londres. En la primera el día es ventoso y la bandera roja impide el baño en un mar bravío. Lluvias discontinuas. Encontramos refugio momentáneo en un Open Market donde se vende de todo. El comercio que lo inunda todo, más showers y viento que casi se lleva a una señora, a la que ayudamos a enderezarse y seguir su camino a casa. Comemos algo y tomamos el tren a Londres. Poco más de una hora para llegar a Blackfriars. Estación céntrica y cercana al hotel que linda con la catedral de Saint Paul. Nubes y claros. Londres sin paraguas, agitación, bullicio, gente, río, recuerdos, fiesta, noria, fotos. Paseamos y paseamos, lugares emblemáticos y otros menos. Ocho millones de personas habitan la ciudad que en 2017 recibió 20 millones de turistas. Todos quieren ver Picadilly, el Big Ben, en obras, se ve la hora, Trafalgar, etc. A las puertas de la National Gallery se pintan corazones, lo organiza uno de las 8.000 personas que viven en las calles. Hay música aquí y allá, seguridad en Downing Street y diversidad racial, algunas de ellas tapadas para que sólo veamos sus ojos. Hay empanadas argentinas y se vende de todo. En el Soho, en Kingly Court, cenamos en un indio, picante y bueno. Volvemos en taxi tradicional, dando la espalda a la carretera.

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