Hoy me tocó andar sólo, ella no podía, y pude ver cielo y tierra, un cielo que iba perdiendo luz y una tierra anegada de basura.
Elegí un paseo por la zona
industrial. Dos razones me impulsaron a ello. La primera es que pocos somos los
que pisan o pasean esas calles a esas horas, la mayoría toma su coche para
volver a casa después de la jornada laboral, por lo que puedo bajarme la
mascarilla y respirar. Segunda razón: no tienes que ir esquivando mierdas de
perro, esas que a medida que vuelves a la zona urbana se convierten en minas
anti persona (nota: a zona más residencial, más mierda, concluyo que la
educación no es proporcional al nivel económico).
En fin, vuelvo a la
tierra, a la que tengo que mirar, porque no tengo la facultad de andar con ojos
cerrados (la ostia sería considerable). Y eso me hace fijarme en la cantidad de
objetos que pueblan la zona industrial de Alcobendas. Fea como ella misma, como
toda área similar que se precie, se añade aquí un especial interés por llenar
suelos y parcelas sin edificar de todo tipo de residuos. Interés particular
tienen las calles donde aparcan las furgonetas de reparto de Amazon y donde
también algunos jóvenes meriendan, cenan, beben y se inician en el sexo. Cientos
de mascarillas, sí, de esas del covid, botellas, latas, recipientes de comida,
piense en algún objeto y se lo llevo. Hoy vi dos botas de monte y un zapato sin
par, hasta seis inodoros y así podría seguir hasta el infinito, no sé si más
allá. Entre unos cuantos ciudadanos guarros
y la dejadez de las autoridades vuelvo del paseo con la sensación, y no es la
primera vez, de que hemos llegado a ese punto de “sálvese quién pueda”.
Cuando me preguntan que
qué mundo dejaremos a los que vienen, yo me limito a poner cara de imbécil, a
callar, a mirar y a veces, cuando se me quitan las ganas de vomitar, escribo.
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