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ayllón
Sueño
con zombies que acosan, que suben escaleras o viajan en ascensor, que aparecen
a lo lejos, con andares oscilantes, que llegan, que me arrinconan contra una
ventana, que está abierta, pero al vacío, tomo objetos para defenderme de quien
nunca murió de verdad, de quién volverá a caer para volver , oscuridad, son
tres o más. Saltar o luchar. Despierto para no morir en la caída o en sus
garras. Despierto para vivir un domingo, real, de carretera y música, en viaje
a Ayllón, villa que hace años pasamos de soslayo, que quería transmitirnos
algo, que nunca la visitamos. Es el momento, ha pasado el tiempo. Hasta las
carreteras han cambiado y se puede esquivar del todo. Entramos para ver el puente
que cruza el río y para aparcar a su vera delante de una puerta que da acceso a
la villa, pequeña, uno de esos pueblos que dicen de los más bonitos de España. El
cauce del Aguisejo alberga poca agua y patos blancos. En la plaza Mayor la
fuente de cuatro caños y la calma; las terrazas se van poblando, no hay coches.
Esperamos a que abra la oficina de turismo, que utiliza la ya desacralizada
Iglesia de San Miguel. Los horarios, según Google, no se cumplen. Sepulcro de
alabastro, de Pedro Gutiérrez y esposa, él, secretario del Marqués de Villena,
Diego López Pacheco. Exposición de obras que tallan la madera y producen
bonitas formas. Paseando nos llegamos al convento de Ayllón, hoy hospedería
donde duermen los invitados de la boda de ayer. En la iglesia de Santa María el
retablo está polvoriento y alguien prepara la misa. Sonaron las campanas. Subimos
a lo alto del lugar. La torre de la Martina es un recuerdo del castillo. Yo pisaré
las calles nuevamente, lo recuerdo. Después de la visita a San Juan el pueblo
se agotó. Coche hasta Maderuelo, a sus pies el embalse de Linares y el río
Riaza. El embalse se va secando. Asoma el puente antiguo, celoso del nuevo. Algunos
pescan y arriba en sus calles hay poca vida. Otro de esos pueblos con adjetivo
de bonito. Excesivo, quizás. Comemos en el restaurante Veracruz, con vistas al
pantano. El menú del día, bien. La carretera que conduce de Maderuelo a Riaza
es pintoresca, curvada, vieja de asfalto, ideal para disfrutar. Y para eso no
hace falta correr. En ella un par de pueblos rojos, contrastes. Piedra roja
férrica. Colores que parecen adelantar la hora mágica de la luz. En Madriguera
la señal a la entrada, de tráfico, habla de cuidado, niños en libertad. Ni coches
en movimiento en sus calles, ni aviones, ni niños, ni perros, sólo zumbido de
moscas y agitadas golondrinas. Se mece algún árbol y si callaran las aves se
haría un silencio. Ni pisadas ni botas, piedras rojas que se confunden con el
paisaje que rompe en cárcavas el manto verde. No parece siquiera que haya bar o
comercio, o comestibles, o ultramarinos. Todo parece fuera del tiempo. Ordenado
en el exterior, desordenado en eras que esperan dueño, o en casas que sin estar
en venta parece que se quedaron cerradas y alguien olvidó abrirlas. Salimos por
otra calle y encontramos la terraza de un restaurante. También hay matadero, lo
hubo, el local de 1911, el alcalde inmortalizado, Santiago Cubillo. La vida
parece haberse detenido en Madriguera. Como escenario de película de zombies no
tendría precio.
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