Y sigo, hay playa con nadador salvador que se desvive por alejar a la gente de una orilla que parece el borde de la eternidad. El ruido de las olas (bandera roja) me adormece, yo en su regazo. Se nubla y se despeja, equivocamos el rumbo de las esquivas nubes. De repente gris, de repente azul. De repente calor, luego más brisa. Y nosotros, como los abuelos de antes, vestidos de colores, no de gris, pero sin bañador, como si el entorno nos pareciera extraño, como si estuviéramos de más entre tanto cuerpo joven y bronceado. Pero no, hundimos los pies y seguimos avanzando, buscando el suelo que no se hunda, buscando la ola que nos moja, corriendo como los niños que ven el mar por primera vez, que no saben que es sentir el agua en la piel, buscando la arena que no zarandee nuestras caderas. Ya se sabe, siempre seguir, buscar el faro o el malecón, el más lejano. Porque no hacerlo es dejar de vivir.
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