Permítanme que saque la lengua, como aquel niño pequeño que hacía burla,
inocente. Dirigida a todos esos humanos llamados videntes, adivinadores,
patrañeros. Pandilla de estafadores, embaucadores, hijos de la gran puta. Ninguno
adivinó lo que se venía. Ninguno intuyó el virus. Y meto en el saco a los
sanadores o curanderos, que imponen manos o aplican mentiras sobre el cuerpo
maltrecho. Lucro ante la desesperación. Quizás sea el momento de desterrarlos,
que se traguen su engaño y que no lo vomiten más.
Gasté seis líneas, quería condensar, es imposible. Esto es rabia. No quiero
escribir un diario sobre el virus. Que sea algo más, no un monográfico, que no
deje translucir el miedo. No sé si ya ha llegado a ese extremo. ¿O es sólo
miedo cuando llega el escalofrío?
Y busco válvulas de escape, andar por la casa, teléfono en mano. Pedalear en
pantalla fija.
Y me cubro la cabeza para dormir. Estoy protegido. Nadie me verá si vienen
a buscarme. Encerrado, oscuro todo. Hay oxígeno de sobra. Siempre.
Y el niño se duerme, pensando en lo que pintará mañana.
Siete colores pinto y no son el arco iris.
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