domingo, 8 de octubre de 2017

Oporto-2



Martes, alguien habló por la noche, gritan, quizás bebieron, la fiesta se prolongó para ser vísperas de martes. Amanece con niebla, cerrada. Traerá tardes de paseo, esperamos. Nada se ve a lo lejos. Primeros trabajadores, primeros coches. Desayunamos en el hotel, el local es estrecho, hay que aplicarse para no chocarse. Paseamos y vemos las vistas bajo la niebla desde el mirador de Vitoria. Es una propiedad privada, abierta de 9 a 20 con fines turísticos. Está abandonado. Los niños portugueses también lloran tras las ventanas abiertas de una guardería. Bajar y subir, pendientes imposibles. Nos vamos al museo Soares dos Reis, o museo nacional. Somos los primeros. Visita que deja varias joyas y descubrimientos. Algo en común en tres artistas, su muerte prematura. Augusto Roquemont, italiano, 1804-1852, hijo de príncipe. Deja buenos retratos. Todo gira en torno al XIX. Después las hermosas esculturas de Antonio Soares dos Reis (1847-1889). Se suicida joven. Y para finalizar Henrique Pousao, 1859-1884. Fallece de tuberculosis. Sus cuadros son diferentes, pinta también desde Italia, jóvenes, niños, paisajes, toda una novedad para mí. También un patio cerrado, arbolado y florecido. Hay barreños con agua en alguna sala y calefactores desenchufados. Artes decorativas para finalizar. Mereció la pena. No sé si decir lo mismo de la visita a la librería Lelo. Los humanos perdemos el sentido. Se cobran cuatro euros, se pueden descontar en libros. Colas, no se puede casi andar y las fotos parecen ser el único objetivo. Algunos no entendieron lo de dejar la mochila en taquilla. Quizás el libro sea lo de menos. Perdemos la cabeza siguiendo extrañas modas. Menos mal que antes de entrar sonaba “Strangers in the night”, en trompeta, en la calle, nadie le escuchaba, o todos lo oían, pero yo la sentía. A la salida cambió a “Despacito”. La música siempre. Los restaurantes llenos, encontramos uno llamado Expreso, o casa de comidas donde comemos el plato del día, pez, en plural, fritos con guarnición. A nuestro lado ellos comen, guardan comida en tupper, vuelven a comer, beben y parecen gritar, a veces idos, será la vejez. Andamos hasta Nuestra Señora de Lapa, donde los benefactores de una hermandad aparecen retratados en las paredes. Allí se encuentra un mausoleo con el corazón de Pedro IV de Portugal y I de Brasil. Él proclama la independencia de Brasil en 1822 y posteriormente vencerá en la guerra civil portuguesa que le enfrenta a su hermano Miguel (liberales contra absolutistas). Se improvisa un sistema para subir sillas a las alturas, todo con cuerda roja. Hay paz en el cementerio adjunto. Allí vemos el nicho de piedra blanca donde está enterrado Castelo-Branco, el autor de amor de perdición. Nos vamos al mercado, sigue igual que hace unos años, es decir, está peor de lo que ya estaba, viejo y sobrevolado por pájaros y palomas. Me entran dudas sobre su certificación sanitaria para albergar comida. La capela das almas tiene azulejo dentro y sobre todo fuera, visitantes y orantes. Cuesta larga y escalera para llegar a San Ildefonso. Una leve música nos acompaña. En la plaza de Batalha siguen los colchones que esperan inquilinos. Eso llegará más tarde. Ahora hay gente que anda, pasea y compra, y otros que nos sentamos a verlos a ellos. A sentir la tarde. Tienes cara de español, dijo alguien. Se oyen lenguas, hay más miradores que visitar, hay rincones de Oporto donde se pone el sol, en su hora mágica. Las gaviotas a lo suyo, buscando y cantando, el río siempre en movimiento. En Casa Viuva se cena bien. El local se llena antes de las ocho, europeos en su horario, o cabales. Un mendigo lee en su cubículo de cartón y la tuna femenina de derecho interpreta. Nos cuentan que los trajes negros son para ocasiones especiales, y que sí, que es época de novatadas para los nuevos. Se acaba el día o empieza para algunos.

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